Las redes sociales han democratizado la producción y difusión de mensajes y han amenazado la veracidad de las noticias. Ahora los hechos son alternativos y los periodistas, prescindibles. Las consecuencias van más allá del periodismo
El pasado 11 de octubre, Catalunya se despertó sin saber si era un país independiente. El president de la Generalitat, Carles Puigdemont, había declarado la independencia de esta comunidad autónoma española e, inmediatamente, la había suspendido para lograr una negociación, de igual a igual, con el Estado español. Algunos celebraban enérgicamente la gesta. Otros estaban enfurecidos y hastiados. El 27 de octubre, dicha declaración fue aprobada en el Parlament, y el 8 de noviembre de 2017, el Tribunal Constitucional la declaró institucional.
Los meses previos, los catalanes habían asistido a una intensa campaña por parte de los defensores de la independencia para el referéndum del 1 de octubre, que los independentistas ganaron con un 90% de votos favorables y un 43% de participación. Entre otras cosas, en 2015, el ex president de la Generalitat, Artur Mas, había asegurado que ninguna entidad financiera se marcharía de Catalunya por causa del “procés”. Cinco días después del referéndum del 1 de octubre Banc Sabadell y CaixaBank trasladabann sus sedes sociales a Valencia. También se aseguró que todo estaba listo para poner en marcha un nuevo país.
Después del referéndum, quedó claro que casi todo estaba en duda. Los favorables a la independencia de Catalunya aseguraban que no estaban suficientemente preparados. Que, en caso de independencia, no existían las infraestructuras necesarias. El bloque independentista revelaba que no había plan sobre cómo constituir un estado soberano. El 12 de noviembre, la consellera de Educación Clara Ponsatí admitía que “no estábamos lo bastante preparados para dar continuidad a lo que decidió el pueblo de Catalunya el 1 de octubre”.
No era la primera vez que los políticos no cumplían aquello que prometían, pero sí era extraordinario reconocer abiertamente pocos días después del referéndum del 1 de octubre que aquello que prometían era falso –o no se ajustaba a la realidad. Era la primera votación en tiempos de noticias falsas y hechos alternativos. Pero los catalanes tenían referentes cercanos en campañas un tanto surrealistas.
¿Cómo debe el periodismo aproximarse a la verdad?
El verano de 2016, el Reino Unido se debatía entre permanecer dentro o salir de la Unión Europea. El 23 de junio, los británicos apostaron por dejar la UE, aunque el resultado fue muy ajustado: 51,9% a favor de la salida y 48,1% de los votos a favor de la permanencia. En aquel momento, explica la editora de The Guardian, Katherine Viner, sorprendieron las declaraciones del líder del Ukip Nigel Farage, que a las 6.30 del 24 de junio, pocas horas después de conocerse los resultados del referéndum, admitió que un Reino Unido posterior al Brexit no tendría de hecho 350 millones de libras esterlinas a la semana para gastar en el sistema de salud, un reclamo clave de los que estaban a favor de la salida. De nuevo, los políticos desmentían una promesa realizada en campaña a las pocas horas de una votación.
El año 2017 fue un punto de inflexión para la historia de Estados Unidos. Donald Trump se convirtió el 20 de enero en el 45.º presidente de Estados Unidos. Un día antes, BuzzFeed publicó un dossier de rumores sin fundamento sobre el comportamiento financiero y sexual del presidente electo Trump en Rusia. El documento, compilado por el ex agente de inteligencia británico Christopher Steele, circuló durante meses entre periodistas que no pudieron verificar los hechos.
BuzzFeed publicó todo el documento, con la justificación de que las personas tenían el derecho de juzgar sus contenidos por sí mismos. El editor en jefe de BuzzFeed News, Ben Smith, apareció en la CNN para debatir con el periodista Brian Stelter, acerca de la pertinencia de la publicación del dosier. Mientras que los medios tradicionales –representados por el periodista de la CNN– defendían que el documento no debería compartirse con el público hasta verificar los hechos, los nuevos medios se preguntaban: ¿por qué no?
Aquella entrevista trataba sobre la relación entre verdad y periodismo en la era digital. En un contexto caracterizado por el exceso de información –que algunos expertos denominan infoxicación–, en el que cualquier ciudadano es productor de información y tiene la capacidad de alcanzar a una audiencia global mediante las redes sociales, ¿qué papel debe jugar el periodismo? ¿Debe actuar como filtro de las noticias falsas o de los hechos que aún están por verificar, o debe trabajar para que los ciudadanos tengan acceso a los documentos originales y puedan juzgar por sí mismos? E ahí dos aproximaciones al periodismo del siglo XXI. Legacy media vs digital native media. CNN vs BuzzFeed.
Donald Trump pasó la mayor parte de su primera rueda de prensa como presidente electo desestimando el contenido del dossier de Rusia publicado por BuzzFeed y diseminado, entre otros por la CNN, y socavando el periodismo que sacó a la luz la historia. Acusó a la cadena CNN de ser un altavoz de las «noticias falsas», comparó la publicación del dossier con algo que podría haber sucedido en la Alemania nazi, y dijo que BuzzFeed, «a failing pile of garbage», asumiría las consecuencias de la publicación.
Asunción de responsabilidad editorial por parte de las empresas tecnológicas
La elección de Donald Trump marcó un antes y un después en el discurso de las empresas tecnológicas. Si hasta la fecha, compañías como Google y Facebook, actores dominantes del discurso público en el escenario digital, se habían autodenominado «plataformas de distribución de contenidos» para evitar los costes económicos y legales derivados de un editor, ahora empezaban a asumir algunas responsabilidades.
Tanto Google como Facebook fueron acusadas de diseminar falsas noticias y rumores, que habrían tenido peso en la elección del nuevo presidente. Una de las mentiras que resultó más influyente en la votación fue la que aseguraba que el papa Francisco daba su apoyo a Trump. El propio Mark Zuckerberg, preocupado por las acusaciones, se excusaba días después alegando que: “De todo el contenido en Facebook, más del 99 por ciento de lo que las personas ven es auténtico. Solo una cantidad muy pequeña son noticias falsas y engaños”, explicaba el portal Gizmodo.
Las compañías tecnológicas declararon entonces la guerra a las webs de noticias falsas, tras descubrir que en Macedonia se estaban creando webs con la única finalidad de difundir mentiras sobre Hillary Clinton. Estas informaciones, que luego eran compartidas masivamente, permitían a esas mismas webs percibir dinero a través de la publicidad que les colocaba el AdSense de Google.
Anunciaron la contratación de miles de personas para actuar de filtro (“curators”, siguiendo la denominación de estas plataformas) de las informaciones falsas y se comprometieron a prohibir los anuncios en estas páginas. La directora del Tow Center for Digital Journalism de la Universidad de Columbia, Emily Bell, hacía tiempo que alertaba del poder desmesurado de los gigantes de Sillicon Valley, y señalaba que los ciudadanos no hemos prestado demasiada atención al hecho de que las empresas periodísticas han perdido el monopolio de la distribución de las noticias. Ahora hay otros actores en juego, más allá de los medios de comunicación, que tienen un enorme poder de influencia, aunque ninguna responsabilidad para con la democracia. Bell reclamaba que Facebook, “ahora el editor más influyente y poderoso del mundo”, deje de una vez de espolsarse las culpas y asuma responsabilidades editoriales –sí, editoriales.
Un fenómeno nada nuevo
El término posverdad está de moda. Fue elegido palabra del año en 2016 por el diccionario Oxford y entró en el Diccionario de la Real Academia Española a finales del año pasado. El concepto hace referencia, según explicó el director de la RAE Darío Villanueva, a aquella información que no se basa en hechos objetivos, sino que apela a las emociones, creencias o deseos del público. Como cuando Trump dijo que en su acto de toma de posesión como presidente hubo más asistentes que en el de Obama. En este caso, las imágenes desmintieron de manera contundente al presidente electo, pero la verdad no siempre se revela tan nítidamente. ¿Había o no había infraestructuras para una Catalunya independiente? ¿Se declaró o no la independencia el 28 de octubre? ¿Es el Brexit rentable económicamente para los anglosajones? Todo depende del prisma con el que se mire. O, mejor dicho: de lo que estemos dispuesto a creer en función de nuestra ideología.
El fenómeno no es nada nuevo, y no debe ceñirse únicamente a las redes sociales. ¿Dónde están las armas de destrucción masiva que justificaron la invasión de Irak en 2003? The New York Times, mediante la pluma de la periodista Judith Miller, publicó numerosos artículos sobre su existencia. ¿Recuerdan aquello de que los atentados del 11-M de Madrid los cometió ETA? Lo publicaron los medios tradicionales en España sin ningún rubor después de la tragedia, aunque las investigaciones ya apuntalaban la autoría del terrorismo islámico, que más tarde fue confirmado. ¿Y qué me dicen de la fotografía falsa del ex presidente venezolano Hugo Chávez entubado en el hospital con el titular “El secreto de la enfermedad de Chávez”, que el diario El País publicó en portada (¡en portada!)?”
La posverdad no es un fenómeno nuevo. Hace tiempo que nos acompaña, y se da también en los medios influyentes en los que los periodistas trabajan para chequear la veracidad de los hechos. Aunque parece que ahora solo estemos pendientes de los rumores y la desinformación que circula en medios sociales, sigue siendo preocupante la publicación de noticias falsas en estos medios porque aún gozan de gran influencia. Ahora bien, el fenómeno de la posverdad en redes sociales se formula de manera distinta. En el entorno digital, el flujo de información circula más rápido y en poco tiempo alcanza a más personas. Algunas de ellas, además, solo consumen noticias mediante los medios sociales y no tienen la capacidad crítica de discernir entre noticia y rumor.
Frente a la mentira y los rumores, más periodismo
La victoria inesperada de Trump ha resultado una bendición para los periódicos anglosajones que han visto aumentar significativamente el número de suscriptores en los meses posteriores a las elecciones estadounidenses. Así ha ocurrido en The New York Times, The Washington Post, The Guardian, Slate, entre otros. Propublica y Mother Jones aumentaron sus ingresos por donaciones. El fenómeno se conoce como “Trump Bump”. Los ciudadanos reclaman informaciones más veraces en un momento en que la mentira, el rumor y la desinformación se apodera del entorno digital, con Google y Facebook como dueños y guardianes del discurso público.
En España, por el momento, no se ha producido un incremento en la venta de publicaciones tradicionales, ni tampoco ha aumentado el número de suscriptores. Al contrario. La prensa escrita pierde fuelle mes a mes. Los datos del mes de noviembre de 2017, registrados por la Oficina de Justificación de la Difusión (OJD), alertaban que, en total, la suma de las seis grandes cabeceras –El País, El Mundo, ABC, La Vanguardia, El Periódico y La Razón– solo venden 298.381 ejemplares de media diaria, una caída del 11,2% respecto a noviembre de 2016. Y hay que tener en cuenta que esta caída del papel coincide con uno de los momentos de mayor demanda informativa: el del proceso político en Cataluña. Los nuevos medios registran mayor audiencia, pero, en cuanto a beneficios, tampoco albergan cifras demasiado optimistas.
El sector –y aquí incluyo además de las empresas periodísticas, a los profesionales y los ciudadanos que consumen información, así como a las facultades de Periodismo– no ha prestado demasiada atención a esta diferencia entre el consumo de información en el mundo anglosajón y en nuestro país mediterráneo. Deberíamos reflexionar sobre el porqué de esta tendencia.
Los ciudadanos están ávidos de una información veraz y rigurosa. La función del Periodismo es hoy, en un contexto de infoxicación, rumores y mentiras, más necesaria que nunca. Pongámoslo en valor y dotemos a los periodistas de los recursos necesarios para ejercer su labor.
Foto: Iván Alvarado / Reuters
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