El pasado 8 de noviembre Donald Trump fue elegido presidente de los Estados Unidos. Desde entonces varios artículos han acusado a grandes compañías tecnológicas como Google y Facebook de diseminar falsas noticias y rumores, que habrían tenido peso en la elección del nuevo presidente. Una de las mentiras que ha resultado más influyente en la votación ha sido la que aseguraba que el papa Francisco daba su apoyo a Trump. El propio Mark Zuckerberg, preocupado por las acusaciones, se excusaba días atrás alegando que: “Of all the content on Facebook, more than 99 percent of what people see is authentic. Only a very small amount is fake news and hoaxes”, explicaba el portal Gizmodo.

Tanto Google como Facebook –que hasta la fecha no han querido nunca asumir ninguna responsabilidad en cuanto al contenido que circula por sus plataformas– han declarado la guerra a las webs de noticias falsas, tras descubrir que en Macedonia se estaban creando webs con la única finalidad de difundir mentiras sobre Hillary Clinton. Estas informaciones, que luego eran compartidas masivamente, permitían a esas mismas webs percibir dinero a través de la publicidad que les colocaba el AdSense de Google. Buzzfeed destapó la noticia. Macedonia es hoy sinónimo de difusión masiva de noticias falsas, pero no es el único ejemplo, ni tan siquiera el mejor.

Ninguna de las compañías ha detallado cómo conseguirá acabar con las noticias falsas que circulan en sus plataformas. De momento, aseguran que no podrán obtener anuncios a través de ellas, aunque reconocen que no saben cómo identificarán dichas páginas. Resulta inquietante que dos grandes de Sillicon Valley, incansables pregoneros de valores tan de moda como la colaboración, la transparencia y la propagación de contenidos generados por los usuarios se planteen ahora prácticas tan contrarias como la censura.

La directora del Tow Center for Digital Journalism de la Universidad de Columbia, Emily Bell, hace tiempo que alerta del poder desmesurado de los gigantes de Sillicon Valley. En un artículo de hace unos meses señalaba que los ciudadanos no hemos prestado demasiada atención al hecho de que las empresas periodísticas han perdido el monopolio de la distribución de las noticias. Ahora hay otros actores en juego que tienen un enorme poder de influencia, aunque ninguna responsabilidad para con la democracia. Bell reclamaba recientemente que Facebook, «now the most influential and powerful publisher in the world», deje de una vez de espolsarse las culpas y asuma responsabilidades editoriales –sí, editoriales. (Todo aquel interesado en la intersección entre periodismo y redes sociales debe seguir la pista de Bell).

No es la primera vez que la empresa de Zuckerberg se ve envuelta en polémicas acerca de su percepción de la objetividad. El pasado mes de mayo, algunos ex trabajadores revelaron que el proceso de curación de los contenidos que el usuario recibe en su TL era llevado a cabo por un equipo humano y respondía a criterios editoriales. Quedaba así desmentida la idea de que un algoritmo, algo que identificamos más con la neutralidad y la objetividad, se encargaba de ello, tal y como hasta entonces sostenía Facebook.

¿Las empresas tecnológicas, como Google, Facebook y Twitter, deben ser consideradas tan sólo como plataformas sociales o como medios de comunicación, asumiendo responsabilidades editoriales? ¿Cómo distinguir y frenar la información que circula a través de estas plataformas? En definitiva, ¿para cuándo una reflexión pausada acerca del poder de las empresas de distribución de contenidos? Hace tiempo que han demostrado tener una enorme influencia en los procesos electorales. De hecho, hace ocho años, cuando permitieron la entrada del primer presidente negro a la Casa Blanca, Barack Obama, parecían la panacea. Hoy, tras la elección de Trump, son el demonio. Ni calvo, ni con tres pelucas: las redes sociales son herramientas imprescindibles en la formación de la opinión pública en el siglo XXI. Es urgente empezar a debatir pausada y profundamente sobre su relevante papel en el escenario mediático-democrático actual.