La privacidad está en riesgo. La vigilancia es el modelo de negocio en Internet. Las tecnológicas espían a las personas a cambio de servicios. La gestión de la propia identidad digital es una necesidad imperante
El patrón aplica a cualquiera de mi generación –la llamada millennial–, que haya nacido en un país occidental. Hay que mostrarse para sobrevivir. Los bits de información otorgan poder al tiempo que restan intimidad. Las empresas tecnológicas se frotan las manos registrando clic a clic patrones de comportamiento digital. Saben las páginas vistas, las horas y lugares precisos de conexión, los dispositivos utilizados. Dice el historiador Timothy Garton Ash que deberíamos dejar de llamar a los móviles con el eufemismo “teléfonos inteligentes” y aceptar lo que son: dispositivos electrónicos de rastreo. La cantidad de datos que las empresas tienen hoy sobre cualquiera de nosotros no lo hubiera imaginado ningún oficial de la Stasi ni en sus mejores sueños húmedos. Y no ha hecho falta régimen autoritario alguno para vigilar los pasos, pensamientos y sentimientos de cada persona, sino que nosotros mismos hemos accedido a regalarlos de manera voluntaria.
La película El Círculo, de la novela homónima escrita por Dave Eggers en 2014, inquieta en tanto que plantea un escenario en que el orden natural de las cosas se ha invertido. “Somos nuestra peor versión cuando nadie nos observa”, sentencia la protagonista Mae Holland, interpretada por Emma Watson, para justificar la vigilancia constante por parte de la empresa en la que ha entrado a trabajar, El Círculo, una especie de súper Google que reúne las direcciones de correo, cuentas bancarias y perfiles sociales en una sola cuenta. La sociedad distópica imaginada por George Orwell en 1984 se materializa cada día un poco más. La vídeo-vigilancia preventiva y el espionaje de las comunicaciones personales se cuela en nuestras vidas en aras de la seguridad, el orden público y el control laboral.
¿Cómo hemos llegado hasta aquí? ¿En qué momento perdimos el derecho a la intimidad, si es que alguna vez existió? La privacidad como derecho no tiene más de ciento cincuenta años, aunque los antropólogos han demostrado que los seres humanos tienen un deseo instintivo por proteger el espacio reservado a sí mismos. En la antigua Atenas, Aristóteles distinguía entre la polis, una esfera pública que correspondía a la vida política, y el oikos, el ámbito privado. Aun así, el concepto no tiene un significado definitivo, sino que se ha entendido de manera diferente en distintos pueblos a lo largo de la historia.
La generalización de la prensa y la fotografía llevó a las primeras definiciones legales de la privacidad a finales del siglo XIX. Los juristas estadounidenses Samuel Warren y Louis Brandeis la definieron como el “derecho a estar solo” en un momento en que los medios de reproducción masiva suscitaron la necesidad de legislar para no ser observado. Pero más allá del control sobre la información de uno mismo, el concepto también se refiere a la propia personalidad.
La intimidad es imprescindible para forjar la identidad. Durante años, escribir un diario ha sido un ejercicio humanista para conocerse mejor y proteger esas experiencias esenciales. Hoy se vive para contar. El acceso a todas las experiencias humanas es la obsesión de cualquier empresa e institución, que trabajan con el objetivo de recopilar cuantos más datos mejor. El historiador Yuval Noah Harari sentencia que el “dataísmo” es el nuevo dogma. La vigilancia es el modelo de negocio en Internet. Las tecnológicas espían a las personas a cambio de servicios. Las empresas lo llaman marketing.
Llegados a este punto, ¿cuál es el peligro real de compartirlo todo? ¿Acaso es necesaria la privacidad? La consigna de que uno no tiene nada que esconder y que, consecuentemente, tanto le da los datos que registren de él, es el mejor eslogan que han esparcido las tecnológicas de Silicon Valley. Lo desmontó rápidamente Edward Snowden cuando afirmó que aducir que no te importa el derecho a la privacidad porque no tienes nada que esconder no es diferente a declarar que no te importa la libertad de expresión porque no tienes nada que decir.
La civilización sería imposible si lo supiéramos todo de todos. Y si no que se lo digan a Kenny, el protagonista del capítulo “Shut up and dance” de la serie Black Mirror, que es grabado a través de la cámara de su ordenador mientras se masturba, y es chantajeado a cambio de que esas imágenes no se hagan virales. Un capítulo nada alejado de la realidad. En 2012, la joven canadiense Amanda Todd se suicidó después de más de tres años de ciberacoso. Todo empezó cuando la joven tenía doce y contactó en internet con un hombre que le pidió que le enseñara los pechos. Accedió, y su vida nunca volvió a ser lo que era. Su angustia se condensaba en pocas palabras: “Nunca podré recuperar esa foto. Está ahí para siempre”.
Ante casos así, las declaraciones del fundador de Facebook, Mark Zuckerberg, alertando de que la privacidad ha dejado de ser una “norma social” son, al menos, inquietantes. La memoria digital, a diferencia de la humana, no olvida y la descontextualización puede jugar en contra. En 2010, el máximo responsable de Google, Eric Schmidt, afirmó que “los jóvenes tendrán que cambiar de identidad para escapar de un pasado digital lleno de juergas, que ahora se registra con absoluto detalle en las redes sociales”.
La gestión de la propia identidad digital es tan necesaria como antaño lo fue la alfabetización. Acecha un futuro en que mostrarse se impone como norma social, y las experiencias se comparten por obligación, no por deseo.
* Artículo presentado al premio Enrique Ferrán convocado por la revista de pensamiento y cultura El Ciervo.
* Ilustra el texto el mural de Banksy ‘Spy Booth’.
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