Nada permanece inalterable por demasiado tiempo. Las historias que nos contamos, que son aquellas que narran los medios, las películas y los libros, cambian rápidamente. Lo que funcionaba hace diez años, hoy está obsoleto. Por ejemplo, ya no asociamos el éxito al corredor de bolsa que se golpea en el pecho, persigue a las mujeres y vive encadenando picos de dopamina suscitados tanto por sus logros profesionales como personales. El lobo de Wall Street ha muerto. El líder empresarial de hoy tiene control, disciplina y se despierta a las cinco de la mañana para salir a correr y meditar. Mark Zuckerberg – 1; Bernie Madoff – 0.
El relato entorno a las redes sociales también ha cambiado en esta última década, y lo ha hecho siguiendo la ley del péndulo: donde antaño vimos unos canales de comunicación social que llevarían la democracia a países regentados por sistemas dictatoriales, tiránicos o fallidos (Túnez, Egipto y Yemen, por citar algunos ejemplos), hoy vemos plataformas repletas de perfiles falsos y anónimos que intoxican e incitan al odio. Las redes sociales ya no nos librarán de las dictaduras; ellas son la dictadura.
Ada Colau, cazadora de tendencias y alcaldesa de Barcelona, ha escuchado el hartazgo de la ciudadanía, en general, y de la tuitesfera, en particular, y se propone liderar el cambio hacia una comunicación política más sostenible y efectiva. Colau seguirá haciendo política a través de Instagram, Facebook y Telegram, pero abandona Twitter. Dejar Twitter no es renunciar a la política viral, sino a una determinada manera de hacer política: la del ruido, la testosterona y las proclamas fáciles.
Si yo fuera Jack Dorsey estaría preocupado: Twitter ya no se percibe como una ágora de debate, sino como el ring de boxeo de la clase política. Los dirigentes de todos los colores lanzan ahí sus consignas con el objetivo de movilizar a los suyos y atacar al adversario. Mientras tanto, cientos de miles de usuarios celebran los golpes canalizando así su agresividad. Eso, en el mejor de los casos. En el peor, los aduladores son simples máquinas sin alma.
Ada Colau, la política española con más seguidores en Twitter, casi un millón, es, en parte, un producto de Twitter. Igual que la de otros políticos, como Pablo Iglesias, Juan Carlos Monedero y Pablo Echenique, su marca personal se forjó al calor de las redes sociales durante el 15-M de 2011. Por aquel entonces, los activistas -que más tarde serían políticos-, acudían a Internet y las redes sociales no como meros canales para llegar a más votantes, sino con tres claros objetivos: para escuchar a los ciudadanos, recoger propuestas y tendencias, y marcar la agenda setting.
¿Cuándo dejamos de percibir Twitter como ágora política? ¿Cuándo se convirtió en un ring de boxeo lleno de bots que jalean cada golpe al adversario? Fuera cuando fuera, la cazadora de tendencias Colau se planta y decide no participar en una plataforma en la que el odio ha desplazado al amor. Son malos tiempos para las viejas masculinidades.
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